En setiembre nunca llueve. Arden el aire y las veredas; y las tardes, insoportables, se asfixian en el hastío de un verano infinito. En setiembre nunca llueve por aquí, ni en ningún lado. El verano indio, como le dicen, incendia las ganas de asomarse a la ventana, de pasear por las calles, de respirar hondo, de cambiar las sandalias por las botas y las blusas por las chompas.
Setiembre es cruel. Es la larguísima transición entre el verano sofocante y la frescura del otoño que se acerca, azul y delicioso. Pero en setiembre no llueve nunca. Nisiquiera durante las ocasionales mañanas frías de algún setiembre confundido. O durante alguna noche helada de un setiembre dormido. Nunca llueve, nunca.
Sin embargo, sí, sin embargo, llovió la otra noche aquí, sí, y en todos lados. Llovió. Llovió a cántaros sobre el techo anonadado de tu casa vacía y contra las ventanas estupefactas por las gotas frías.
Llovió, sí; no llueve nunca en setiembre pero sin embargo, esa noche triste en que miraste a sus ojos, fija y pausadamente y, descuidando esa promesa, le mentiste, llovió aquí y en todos lados. Sí, llovió a cántaros.
Nunca digas nunca.
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