Los pozos han vuelto. No sé de dónde, no sé cómo, pero han vuelto. Sin avisar, así, como quien no quiere la cosa. Una tarde cualquiera cuando el sol abrazaba las colinas amarillas de Walnut Creek, una tarde de esas, tibias y comenzadas en que regresaba de algún lugar falso y de algunas sonrisas fingidas, una tarde así, tediosa y embustera, una tarde cualquiera. Y se abrieron, advenedizos, imponentes, perversos. Se abrieron como se abren los pulmones al oxígeno, como se abre el amor a la caricia, como una exigencia de vida, como un requisito de existencia. Se abrieron, hondos, oscuros, fríos; y por sobre todas las cosas, vacíos. Vacíos siempre, vacíos hasta el colmo, vacíos a pesar de todo, de las compañías, de las conversaciones, de las multitudes, de las risas, de los abrazos; vacíos perennemente. Volvieron así, un día cualquiera de cualquier mes, así sin anunciarse, sin hacerse esperar, sin dar explicaciones, sin ofrecer respuestas ni tolerar preguntas. Volvieron simplemente a sus espacios, a sus remolinos, a sus profundidades infalibles, a sus rincones inciertos, a sus sombras certeras. Volvieron omnipresentes y se estacionaron en el alma y en las desganas y en las soledades y en los suspiros largos del hastío cotidiano. Volvieron una tarde cualquiera. Volvieron simplemente, a casa.
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