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Y se abrieron, advenedizos, imponentes, perversos. Se abrieron como se abren los pulmones al oxígeno, como se abre el amor a la caricia, como una exigencia de vida, como un requisito de existencia. Se abrieron, hondos, oscuros, fríos; y por sobre todas las cosas, vacíos. Vacíos siempre, vacíos hasta el colmo, vacíos a pesar de todo, de las compañías, de las conversaciones, de las multitudes, de las risas, de los abrazos; vacíos perennemente. Volvieron así, un día cualquiera de cualquier mes, así sin anunciarse, sin hacerse esperar, sin dar explicaciones, sin ofrecer respuestas ni tolerar preguntas. Volvieron simplemente a sus espacios, a sus remolinos, a sus profundidades infalibles, a sus rincones inciertos, a sus sombras certeras. Volvieron omnipresentes y se estacionaron en el alma y en las desganas y en las soledades y en los suspiros largos del hastío cotidiano. Volvieron una tarde cualquiera. Volvieron simplemente, a casa.
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